16 jul 2009

La auténtica imagen de Verónica

Se despertaba angustiada, todas las noches, después de tener el mismo sueño. Es un conjunto de escenas que se repiten siempre con el mismo ritmo, con idéntica intensidad. Verónica se ve a sí misma tratando de abrirse paso en medio de una fila de túnicas cuyos portadores contemplan, con deleite morboso, a un hombre desnudo, lastimado y humillado que arrastra una pesada viga. Los dos tocan el suelo con sus rodillas al mismo tiempo. El la mira, pero ella no puede ver su rostro. Verónica le acerca un pañuelo, él se seca su cara ensangrentada, se lo devuelve y dice una palabra que ella no logra comprender. Ella corre hacia su casa llorando, dominada por un impulso irresistible, recriminándose el abandono de ese ser que sufre como ningún otro. Su hermana la abraza, abre el lienzo y allí encuentra impresa la cara que Verónica sigue sin poder ver. La cara de un hombre pero también la de un dios, la imagen del mayor de los dolores y la de la versión más profunda del amor, la del más oscuro de los temores y la de una sabiduría infinita. Pero Verónica no logra ver en esos trazos rojos, marcados en el pedazo de tela, lo mismo que su hermana; para ella son las líneas de un mapa, de un camino que no puede completarse en una sola vida. En el recorrido aparece un ermitaño llamado Zaqueo con el que vivirá a mil leguas de distancia y el dueño de un imperio observando su pañuelo.

Ese sueño se repetía constantemente y la dejaba con un pesar indescriptible. Necesitaba correr pero no sabía hacia donde, tenía que hablar con un interlocutor al que no podía encontrar. Entonces viajaba, al azar, a múltiples destinos. Cada viaje era una búsqueda pero también una fuga. Buscaba su nombre, la cara que no podía ver. Huía de los paisajes monótonos y del quietismo que la asfixiaban. Intuía un sentido oculto pero potente en su vida, un mandato que no podía descifrar, la inminencia de una revelación que nunca llegaba a producirse.

En cada viaje, a medida que se alejaba del lugar en que vivía, volvía a su pasado. Y aparecía una niña que debía soportar humillaciones, una adolescente que no entendía el lenguaje de su época, una joven que no podía tocar adecuadamente las notas del amor. En cada etapa, había lastres, garras que trataban de impedir que siguiera su carrera hacia ningún lugar. Y ella paraba, se acercaba a los espíritus heridos que le pedían ayuda, como si intentara compensar el abandono del hombre sin rostro que volvía todas las noches en medio de sus sueños.

Quería escuchar las voces extinguidas, las frases que ya no significan nada, resucitar las vidas de los que pasaron dejando un mensaje. Atravesar el tiempo para encontrar las palabras que nombran a las cosas que no podemos ver. Aprendió latín rápidamente, lo incorporó como si fuese su lengua materna, la que había hablado desde su niñez. Roma también tenía, para ella, un aire extrañamente familiar. Creía encontrar rastros, en algunas esquinas, que ya había visto mucho antes.

Una tarde, caminando a la deriva por la ciudad, se topó con la estación de trenes. Entró y decidió tomar el primero que saliera, sin pensar en su destino. Así llegó a Manoppello, un pueblito a 200 kilómetros de Roma. Recorrió sus calles laberínticas, buscando una salida del pozo en el que se sentía atrapada. Cuando vio la iglesia sintió un estremecimiento en el cuerpo. Apuró el paso, atravesó la puerta y se paró frente al altar. Allí encontró, detrás de una vitrina, el mapa de sus sueños y vio, de una vez y para siempre, la cara del hombre que nunca había podido ver. Una puerta lateral crujió fuertemente con un sonido gutural, una suerte de eco inmemorial. D'rahe escuchó. Esa era la palabra que el hombre le decía en sus sueños. Cuando se abrió la puerta apareció un sacerdote. Verónica le preguntó: “¿Qué significa D’rahe?” Ella esperó la respuesta, sin poder dejar de llorar, segura de que iba a aprehender lo que llevaba siglos dentro suyo. “Es arameo. Corre, quiere decir: corre. Eso le dijo Cristo a Verónica, mientras caminaba arrastrando su cruz”.

Y Verónica, la dueña de la más auténtica de las imágenes, corrió sin parar. Llorando de alegría, sabiendo que ella había nacido para eso. Para recorrer el mundo, para redimirlo dejando a su paso las huellas más puras y la imagen más bella que alguien pueda imaginar.

Mercutio